La rockstar del horror latinoamericano

Cuenta la leyenda que en la década de los 60, mientras Ozzy Osborne y su banda ensayaban, un cine cercano exhibía la antología de terror italiano “I tre volti della paura” (1963), “Black Sabbath” para los cuates.

Por Luis Corona

Descubrir a qué le tememos es descubrir quiénes somos. -Guillermo del Toro

Cuenta la leyenda que en la década de los 60, mientras Ozzy Osborne y su banda ensayaban, un cine cercano exhibía la antología de terror italiano “I tre volti della paura” (1963), “Black Sabbath” para los cuates. A los rockeros les sorprendía cómo la gente hacía fila y pagaban un boleto para ver una película que los asustara, era una locura. Así fue como el grupo decidió tomar el nombre de la cinta de Mario Bava, Black Sabbath, con la filosofía de transmitir musicalmente una experiencia similar a la de las películas de terror: emoción, suspenso, miedo y adrenalina. 

El fenómeno es fascinante, por ejemplo, mi padre jamás ha logrado entender por qué alguien sería fan de las películas de terror, la sola mención de Freddy Krugger le genera repulsión y se enfada cuando mi hermana y yo discutimos sobre toda clase de espectros del séptimo arte. Y la verdad es que no lo culpo, de manera superficial no tiene mucho sentido que la gente quiera experimentar todas esas horripilantes situaciones ni siquiera en la comodidad de su sala, protegidos por la inquebrantable seguridad de la cuarta pared. Hay quienes comparan la idea con una montaña rusa, una situación de vértigo y adrenalina que oscila entre lo divertido y lo peligroso, pero yo creo que la idea va más allá de sólo la necesidad biológica de estimular ciertas áreas primitivas de nuestro cerebro. En suma a su parte más animal, el terror es muy humano, porque tal como dice Guillermo del Toro: no es menos controversial que el humor, ni menos íntimo que el sexo. Y tal cual, podría decir que mis primeras experiencias con el horror fueron a partes iguales perversas e iluminadoras. 

Por el hecho de entregar historias autoconclusivas en poco más de siete páginas, leer cuentos es una actividad placentera, nada más terminas uno y ya estás esperando la aterradora delicia siguiente. Supongo que muy parecida era la experiencia de los espectadores de Black Sabbath (la película) cuando terminaba una historia de asesinos e inmediatamente podían disfrutar una de vampiros. Ese es el espíritu de todo lo recopilatorio, así como los álbumes musicales, son una organizada compilación de obras completas unidas por algún tema, por su temporalidad, o simplemente por su espíritu. 

Y cuando te encuentras con un libro de cuentos de una autora tan brillante como Mariana Enríquez, ya puedes ir esperando una buena dosis de horror en toda clase de variedades y tonos. La mujer es prácticamente una estrella de rock. Desde su primera novela “Bajar es lo peor”, a sus jóvenes 19 años, la escritora se volvió un fenómeno de la contracultura latinoamericana. Creciendo con las supersticiones de la abuela, bajo la sombra del fantasma de la dictadura, en un mundo lleno de drogas, autodestrucción y mucho punk, la obra de Enríquez es el producto de ese licuado cultural que dio como resultado uno de los libros de cuentos más fascinantes que el horror tenga. 

Retomando su nombre de un álbum de la banda Low, del que la autora es fan, “Las cosas que perdimos en el fuego” es un viaje visceral a través de los más profundos y variados horrores, con un espíritu que transmite una experiencia más allá de la Argentina en la que habitan sus personajes; sus horrores son alimentado tanto por la especificidad social y el contexto cultural, como por los miedos más universales, lo que hace imposible no sentir una inmensa curiosidad por el mundo que nos expone la escritora. 

Mientras leo el primer cuento, El Chico Sucio, me encuentro viajando en autobús por la ciudad, superando por la emoción el mareo que me produce la lectura en movimiento. La urbe descrita por Enríquez es Argentina, pero me recuerda tanto a la ciudad de México en donde desfilan tantos niños en situación de calle como los que describe la historia. La protagonista se topa con el infante del título y decide invitarle un helado. Esa decisión sería el inicio de un viaje a la parte desconocida de la ciudad, un recorrido por las recónditas y lúgubres zonas vecinas, donde los seguidores de San La Muerte realizan sus rituales. Así como en cualquier ciudad, donde en un segundo puedes caminar por la zonas turísticas y a unos pasos encontrarte con los mercados oscuros y el crimen. Hay en cada cuento una textura, un olor, una descripción tan vívida, que es imposible no sentir una inmersión en los tenebrosos barrios y calles que se proponen, aunque al inicio pueda que no parezcan peligrosos. Con los primeros párrafos puedes aterrizar en un lugar bastante cotidiano, pero desde el inicio sabes que hay algo raro en el ambiente. 

Bajo el agua Negra sin duda fue el cuento que terminó por tatuar la marca de la escritora en mi colección de grandes autores de la historia. Aquí la protagonista, la fiscal, está en una lucha contra un problema social bastante real: la brutalidad policial. Así visita un barrio que, sin ella saberlo, ha sido tomado por una poderosa entidad.

Ese horror cósmico de toparse con lo inexplicable en una situación cotidiana, la forma en que lo sobrenatural pervierte, corrompe y ensucia lo conocido hasta un punto incomprensible, es una marca no sólo de esta autora, sino del terror más memorable. El terror es siempre vecino, la casa de al lado, un pasillo oscuro, una ventana misteriosa, los lugares por los que caminamos todos los días y que tras una inspección minuciosa se convierten en misteriosos. 

Pero si hablamos de marcas particulares, la literatura de Enríquez destaca por su metáfora social, aunque como se ha podido ver, sus cuentos se deslizan con paranormal sutileza y facilidad entre los temas más crudos de nuestra sociedad, abunda desde la pobreza, la gentrificación, desigualdad, depresión, desórdenes alimenticios y violencia de género. Para Mariana, el terror está muy ligado a la realidad y el contexto, afirma que no escribe para evadirse sino para conocerse. 

Podría ser ésta la razón particular por la que su escritura ha generado tanto impacto cultural, porque aborda los miedos que como sociedad nos aquejan, esos terrores colectivos que sin saberlo y sin quererlo compartimos. Ahora con la pandemia, parecería que ese vínculo social se ha reforzado, todos tenemos miedos e incertidumbres cada vez más dominantes, se apoderan de nuestras ciudades y nuestras casas como los demonios y fantasmas que abundan en las páginas de Las cosas que perdimos en el Fuego. 

No se puede hablar de este libro sin mencionar el cuento que le da nombre, el cierre de la travesía, mismo que nace de una historia real (sino es que de muchas) sobre mujeres quemadas y asesinadas, y sobre un levantamiento de rebeldía por parte de un colectivo que vive fastidiado por la injusticia social. Probablemente este es el punto fuerte de la obra a nivel de difusión, ya que ha sido el cuento que ha hecho eco con nuestra contemporaneidad y con los discursos actuales de los movimientos feministas que ven en la narrativa una clara denuncia sobre la violencia de género. 

El efecto ha sido una verdadera bola de nieve, más allá de los cargos públicos y las millones de copias vendidas, la mitología de Mariana Enríquez se ha inscrito en el colectivo de una manera que compite con la fama de sus homólogos del primer mundo. En la película Historia de lo oculto (2020), Las cosas que perdimos en el fuego aparece mencionado al final, justo en el clímax donde la realidad se pone en jaque por la obra de una secta ocultista y de misteriosos poderes más allá de la comprensión humana. Intento imaginar cómo va a crecer este fenómeno, los mitos de San La Muerte serán como los de Cthulhu, el ancestral ser lovecraftiano que ya aparece en videojuegos, cómics, películas, parodias, e incluso un episodio entero de South Park. Ahora que la cultura popular está obsesionada con los universos y multiversos narrativos al estilo MCU, donde incluso Stephen King goza de reputación, el universo de Enríquez empieza a cobrar su forma en el mundo terrenal, casi como si hubiera sido invocado por un ritual. 

Pero antes de avanzar al macrocosmos del horror de la argentina, tenemos la oportunidad de disfrutar de este compendio de cuentos, cada uno su propio mundo, cada uno pieza en este rompecabezas macabro que se siente casi como un álbum musical. Los cuentos son como canciones, cada uno con su propia melodía, con su propias letras que cuentan la historia, casi siempre de jovencitas que se encuentran con lo oculto, de ciudadanos normales que ven a los fantasmas de los asesinos seriales, de agentes gubernamentales que se enfrentan a barrios poseídos, de sectas que recorren las calles de la urbe por la noche. Las emociones que transmiten se sienten casi como música, como cuando un álbum musical está tan bien diseñado que de principio a fin puedes sentir el espíritu que transmiten las canciones tanto de forma individual como global. 

Muchos han llamado a Mariana la reina del horror, pero para mí se siente más como una estrella del rock, una escritora punk mística y alocada con un discurso contracultural, llena de denuncia social, la que al final de su adolescencia desnudó su alma en una novela y accidentalmente se volvió un hit de la escena artística argentina. Hoy está elevándose poco a poco como una deidad tenebrosa, apoderándose lentamente de nuestro mundo con sus macabras composiciones literarias.

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