El baile de las apariencias

Tener libros no te hace lector de la misma manera en que tener un cuchillo y un trapo amarrado no te convierte en Rambo.

Hace unos días, depurando mi carpeta de memes, me encontré con una imagen que años atrás fue muy compartida en redes sociales. La foto muestra a John Waters —director, actor, escritor y fotógrafo estadounidense que es bien conocido como ‘el del bigotillo de estambre’— sentado en su sofá rojo. Frente a él hay una mesa con libros y papeles, y a sus espaldas varios libreros atiborrados. La imagen, que está en mala calidad, no da mucho de sí hasta que se lee la frase que la acompaña: We need to make books cool again. If you go home with somebody and they don’t have books, don’t fuck them.

De que el dicho es jocoso, no tengo duda. De que dan ganas de aprendérselo para repetirlo y quedar bien en reuniones, tampoco. Sin embargo, luego de pensarlo un rato concluí que, de aplicarse esta norma al dedillo en un país como el nuestro, no tendría mucho éxito. Piensen en esto: en el hipotético y dudoso caso de que la mentada normita de Waters se pusiera de moda y todos, tanto galanas como galanes, comenzaran a profesarla, me los imagino visitando su librería de viejo más cercana —no sólo porque no querrían gastar mucho dinero en libros nuevos, sino porque los viejos dan el gatazo de que ya los leíste—, comprarían libros por kilo y regresarían a casa para acomodarlos en una repisa improvisada, sabiéndose satisfechos y confiados de que, en el futuro cercano, alguna de sus citas mirará el librerito y accederá al cortejo en el sillón más cómodo.

Hasta aquí todo muy bien, opinarían los dueños de las librerías de viejo. Sin embargo, donde la puerca tuerce el rabo es en la consecución del objetivo de la frase: volver cool a los libros. A esos pobres sólo los habrían pasado de una estantería a otra, y seguirían tan cerrados como siempre.

Tener libros no te hace lector de la misma manera en que tener un cuchillo y un trapo amarrado no te convierte en Rambo. Si la frase de Waters se tambalea es, probablemente, porque pisa en el terreno movedizo de las apariencias. Y para eso los mexicanos nos pintamos solos. 

Del repertorio personal de mi tía, una de sus frases predilectas es «como te ven, te tratan». Suele dedicársela a las personas que, en el mejor de los casos, van mal vestidas, y en el peor, despeinadas o de plano sin bañar, y que por una u otra razón son mal atendidas por un dependiente o funcionario público.

Los mexicanos somos expertos en salvar las apariencias, o en hacer uso de ellas para el propósito que nos convenga, navegando entre ser el despeinado o el dependiente según venga la marea.

Se me ocurren dos ejemplos convincentes:

Por un lado, está el del joven que visita la embajada para pedir la visa estadounidense. Suele ir afeitado con rastrillo nuevo y luciendo su mejor camisa. Durante la entrevista, afirmará que percibe el doble de dinero de lo que en verdad gana, que tiene un trabajo estabilísimo y que es sumamente feliz en él. A toda costa intentará evidenciar un éxito inexistente para disipar cualquier sospecha de que lo que realmente quiere es quedarse a vivir allá.

Por el otro, están los padres de familia que solicitan una beca o financiamiento escolar para sus hijos. En este caso es muy común que se presenten como desempleados o jubilados. Dirán, también, que no cuentan con ninguna propiedad a su nombre, que su carro es de hace diez años y que hasta mandan a los niños con la ropa parchada.

Entre estos dos extremos hay una gran variedad de bailes de apariencia. Está desde el que se le hace tarde, no se ducha y sólo se pone loción, hasta el del señor que una vez le regalaron (o alguien dejó en su casa) una botella carísima, la cual siempre presume en lo alto de barra, y a la que lleva diez años rellenando con licor barato. 

Al examinar mis experiencias personales, me acordé de un conocido mío que se compró un cinturón de 15 mil pesos. Un día nos invitó, a unos amigos y a mí, a su casa —un minúsculo departamento que olía a Raid, pero eso no viene al caso. Al pasar a su sala, nos ofreció que nos sentáramos en unos banquitos que no eran otra cosa que cubetas con tapas acojinadas. Mi espalda deseó que aquél conocido hubiese gastado la mitad del dinero del cinturón en unas sillas plegables. Sin embargo, él prefirió, con todo derecho, vestirse bien que sentarse bien.

En el epílogo pedagógico de este artículo no estaría de más mencionar al señor Epicteto, filósofo estoico que vivió casi toda su vida como esclavo. Para él existían cuatro tipos de apariencias en el mundo: las cosas que son lo que aparentan ser (como la tía del rosario en la mano que es, en efecto, bien santurrona), las cosas que aparentan ser pero no lo son (mi conocido ‘rico’, el de las cubetas) las cosas que no aparentan pero sí lo son (en mi pueblo le llaman mustios), y las cosas que ni aparentan ni son (la liga de fútbol mexicano).

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