Quería que matara a ese imbécil. Eso quería. Pensé que ese era el motivo de tanto lloriqueo; de tantas visitas nocturnas.
Desde que me aprendió el oficio dejó de acercarse a mi departamento. Eso quería. Quería que lo matara y caí. Deseaba culparme de su incompetencia.
¿Rogelio sería capaz de ponerme una trampa? No, claro que no.
Esto estaba dañando a todos. Es mi hermano, ¿cómo se supone que debería haber reaccionado? Rogelio tenía que haberle reventado la pierna al vago ese. Pero no es tan decidido ni tan fuerte. Yo sí.
No entiendo todavía cómo me contuve. Pude acabarlo con un movimiento más del tubo. Ahí lo tenía en el suelo, con los dientes amarillentos por la sangre con la que se atragantaba. Bastaba con otro golpe en la punta de su calva. Pero tampoco soy así. Lo hice por Rogelio y por el niño. Pobre Dante.
No quiero que mi sobrino sufra algo así. Teniendo que esperar a que su madre se libere de su segundo trabajo. Y que mi hermano se le disuelva en los recuerdos hasta que ya no sepa quién es quién. Mi hermano es su papá. Ese no es su padre.
El niño estará solo, pero nadie lo capta. Estará solo porque no alcanza el dinero para que alguien lo cuide.
Mamá podría hacerse cargo, pero no sabe cómo ser madre y no le gusta. Seguramente lo encerraría en un cuarto toda la tarde, mientras el niño llora porque le teme al silencio y al sol que no para de crecer desde su ventana y lo quema.
Ha cambiado, sí. Hasta es capaz de pedir perdón y todo. Entre dientes, pero lo hace.
Lloramos y todo; nos abrazamos, pero todavía no le he podido decir que sí, y me pega en la gastritis, porque al que debería de odiar es a papá. Pero cómo, si de él únicamente conservo un dibujo que hice a los seis, cuando todavía no aprendía a controlar la angustia y lloriqueaba, cuando tenía la imaginación para saber cómo podría lucir. Y nunca le dibujé el bigote, como el que me sale a mí. Yo qué iba a saber.
No quiero eso para mi sobrino. Si a su padre como a tantos otros le hace falta el coraje, a mí me sobra; y eso no es malo, pero cómo me vino a gritar el Rogelio. No puedo creer que haya defendido a ese imbécil. Cabrón, te quitó a tu mujer y de paso a tu hijo. Sin mí estarías abandonado, durmiendo en tu carro. En su carro abandonado, porque le quitarán todo y tendrá que dormir dentro del tsuru en un baldío de quién sabe dónde.
¿Por qué me miró de esa manera?, como si lo hubiera golpeado a él. Yo que siempre he tratado de cuidarlo. Desde morros. Yo que fui como un padre y una madre para él, porque a quién más tiene, sino a mí. Y no tengo la culpa de que su mujer encontrara un hombre más divertido, más confiado, un wey que sí le importa su aspecto y trata de atender sus asuntos, sus negocios.
Nosotros somos electricistas; fui aprendiendo de chico, de chalán. Era mi responsabilidad enseñarle para que fuera un hombre de bien. Un hombre. No tendremos para lujos, pero le enseñé a valerse por su cuenta y a sostener a su familia.
No aprende de mis errores. Si tuviera una segunda oportunidad, no dejaría que Paula se escapara con el otro. Me haría respetar. Le borraría a puñetazos las intenciones a cualquier cabrón, como lo hice en la escuela, en la calle, en el trabajo.
Ahora Rogelio no me quiere ver. No entiende que lo hice por su bien. El digno.
Aunque sí, es verdad que me apresuré porque debí planearlo antes con él, pero el menso estaba a punto de perderlo todo. Tenía que ajustarle los cables, si no a mi hermano, al arrastrado ese y con eso a su mujer también.
***
Mamá llamó. Desde la plática en su casa le ha agarrado la costumbre de llamar después de que oscurece, justo cuando llego del trabajo. Mi teléfono fijo ya hasta parece reloj. Y esta vez fue más puntual. Sonó el timbre justo cuando introduje la llave en la puerta de mi departamento.
Han pasado tres horas desde que colgamos y todavía ni me quito las botas. Al principio creí que algún cable estaba haciendo falso en el auricular y que por eso se entrecortaban sus palabras. Pero creo que no, que su voz salía tan apretada de la bocina porque estaba encontrando algo importante, como si su consejo fuera una carta olvidada dentro del cajón de sus medicinas y que por fin había dado con ella. Aún no sé qué hacer con su nueva disculpa, pero me hace sentir que me pasó todo el peso y ella no se quedó con nada.
Se despidió con un te amo y me pidió que me amarrara los pantalones. Que yo no me tardara y aceptara mi error. Y sí quiero, porque no era mi intención que le prohibieran a Rogelio acercarse a su chiquillo.
La sopa instantánea está fría. La veo inmóvil, desatendida en su vaso de unicel. Desde la charla con mamá que la preparé, pero se me fue el hambre y a ella el vapor.
Tengo que dormir, pero no hay sueño. Me doy vueltas en la cama como le doy vueltas a lo que quiero decir. Aún no sé cómo formular el perdón. Es una sola palabra. Pero con qué frases la acompaño para explicarle que le hice un daño inmenso de buena voluntad, que no debí porque mi buena voluntad también está inmensamente lastimada y es errónea.
***
Atiende. Estoy seguro que mamá lo convenció. Si alguien quisiera escuchar desde otra línea, pensaría que los cables no hacen contacto y se reiría de mi gangueo. Mi voz se empeña, se aferra a la electricidad aunque la raspa y la deshilacha, pero lo digo.
Bruno Mureddu es Licenciado en Estudios Literarios por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Resultó seleccionado para formar parte de la segunda generación del Diplomado en Escritura Creativa que imparte la UNAM; uno de sus cuentos fue publicado en la antología Romper el horizonte como producto de su participación en dicho programa. Otros de sus cuentos aparecen en la revista Enchiridion y en el libro Brujas, relatos del imaginario mexicano. Actualmente es editor de la Facultad de Artes de la UAQ, donde se encarga de la edición de libros y de la revista HArtes.