La violencia como expresión definitoria de nuestra realidad

Nos hemos vuelto inmunes, nos hemos acostumbrado y nos hemos hecho consumidores de violencia, como si de cualquier otro producto industrial se tratase.

No hace falta ver las noticias todos los días para saber que el mundo que habitamos es violento, que el abuso físico, los asesinatos y el ataque sistemático al ‘otro’ son actos comunes de nuestra realidad.

Lo vemos en las noticias internacionales: un par de manifestantes pierden la vida durante una protesta contra el gobierno en Venezuela, un ataque terrorista después de un concierto de la artista pop Ariana Grande deja una veintena de muertos en Londres, una guerra que ya lleva seis años en Siria supera la cifra de 330 mil víctimas mortales. También lo vemos en casa: más de 100 mil muertos a casi 11 años de iniciada la mal llamada ‘guerra contra el narco’, más de un centenar de periodistas asesinados por atreverse a enfrentar los poderes fácticos del país, o 43 estudiantes ‘desaparecidos’ (incinerados en un basurero municipal) sin que hasta el momento haya certeza de su paradero; pero, ¿es acaso esta la época más violenta que ha conocido la humanidad? 

Hay quien asegura que no vivimos una época violenta, o al menos no más violenta que cualquier otra época en la que haya estado presente el ser humano. El argumento se centra en que, gracias a la sobreexposición mediática, ahora somos más conscientes de esa violencia que quedaba perdida en las distancias geográficas, o simplemente no había las herramientas necesarias para documentarlas y que se pudiera dar fe de su existencia. Hasta cierto punto la idea parece convincente; es verdad que la revolución de las tecnologías de la información y comunicación ha brindado la posibilidad de registrar eventos que otras épocas no habrían sido más que anécdotas de voz en voz, destinadas al olvido o, con el tiempo, al desgaste.

Ejemplo de que la violencia no es privativa de esta época, y que el refinamiento para causar daño y dolor a nuestros semejantes ha alcanzado en otros tiempos niveles impresionantes, lo podemos encontrar en la Santa Inquisición, cualquiera que haya observado las galerías con los objetos de tortura que fueron empleados en esos años sabrá con certeza que el ser humano puede ser bastante efectivo cuando de infligir dolor al prójimo se trata.

Steven Pinker, catedrático de psicología experimental en Harvard, sostiene que los tiempos que vivimos son los menos violentos de cuantos haya conocido el ser humano, que las guerras entre naciones o genocidios han disminuido a sus niveles históricos más bajos y que vivimos una época de paz relativa que se ha extendido por 72 años, pues desde 1945 no se ha presentado una guerra entre las grandes potencias mundiales.

Pero, ¿qué hacemos con la percepción que nos generan día a día las noticias que vemos en televisión o cuando abrimos nuestras redes sociales?, es cierto que ya no se pueden atestiguar ni registrar esos despliegues masivos de agresión que se daban en los conflictos entre naciones o entre grandes imperios, pero la violencia se ha fragmentado, se ha convertido en piezas pequeñas que se cuelan por cada uno de los resquicios de nuestra sociedad, y que han permeado en nuestro imaginario social.

A esa violencia nos hemos vuelto inmunes y nos hemos acostumbrado, nos hemos hecho consumidores de violencia, como si de cualquier otro producto industrial se tratase. Los videos de accidentes, de peleas o asesinatos son verdaderamente populares, en las redes sociales siempre habrá alguien dispuesto a compartir o a comentar sobre esos actos de violencia que sentimos ajenos, ya que no forman parte de nuestra realidad inmediata, pero que también sentimos propios porque aparecen cotidianamente en nuestro timeline de Facebook.

De acuerdo con Rafael Reséndiz Rodríguez, catedrático e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), «la violencia en los programas de entretenimiento forma parte consustancial de la vida cotidiana. Es, sin abundar en cifras, la más rentable para las emisoras de televisión. Está incluida en los horarios de mayor audiencia y en consecuencia goza de la preferencia de los anunciantes más importantes, así como de rangos de auditorio muy elevados». La violencia no nos sorprende, nos entretiene. Solo mediante esta hipótesis sería posible entender las reacciones lúdicas que generan eventos trágicos, mismos que en otros contextos nos llenarían de horror: hoy las agresiones nos causan satisfacción y, en el peor de los casos, diversión.

Quien dude de estas afirmaciones puede navegar por la sección de comentarios y reacciones en cualquier video que implique un acto violento publicado en alguna página de Facebook, y podrá constatar que un número significativo de usuarios han reaccionado con un ‘me divierte’, o ha expresado su satisfacción sobre los sucesos que allí se exponen.

Es difícil saber a ciencia cierta si esta es o no una de las épocas más violentas de la humanidad, pues la comparación se enfrenta a la problemática de los contextos y de cómo elegir los indicadores adecuados para determinar una medición, pues es evidentes que el número de muertes o los aparatos para infligir daño no podrían ser los únicos parámetros a tener en consideración. Lo que sí podemos afirmar es que, como nunca antes, la violencia se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad, y hemos aprendido a convivir con ella de una manera cada vez menos sensibilizada, lo cual pone en perspectiva si la pregunta hecha al principio de este texto es la adecuada.

Qué importa si vivimos o no en la época más violenta de la historia de la humanidad, cuando la pregunta más importante para nuestra generación debiera ser la que plantea Ignacio Solares en su texto Sigmund Freud: Violencia y/o civilización: ¿es posible la paz en un mundo como el nuestro? En una carta dirigida a Einstein, Freud expresó: «Hoy la violencia está en la más absoluta oposición a la actitud psíquica que nos impone —que nos ha impuesto ya— el proceso de civilización. No podemos echar marcha atrás. Tenemos que sublevarnos contra esa violencia porque, simple y sencillamente, ya no nos es posible sufrirla, asimilarla».

Si es verdad que el proceso civilizatorio, como afirma Freud, se contrapone a una sociedad que encuentra satisfacción en la violencia, entonces lo primero que habría que preguntarse es, ¿qué estamos haciendo tú y yo para cambiarla?

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