Apuntes sobre la muerte

Es cierto, la gente muere todos los días. Algunos en el pináculo de su vida, otros cuando ni siquiera alcanzan a comprenderla; mueren personajes famosos, políticos, empresarios, niños… también habremos de morir tú y yo.
funeral and mourning concept – empty photo frame with ribbon and burning candles over black background

Un murmullo me despertó en la madrugada. Era primavera y aún quedaban remansos de invierno en el viento que soplaba ligero en medio de la oscuridad. Lo sé porque me levanté a investigar qué era ese sonido que sonaba errático, entre una mezcla de lamento y trino. Allí, en medio de una jaula solitaria, estaba un cenzontle, mascota de mi madre, con la mirada angustiada, tratando de volar, nervioso, entre las rejas. 

Solo tenía 6 años, y por primera vez me descubrí pensando en el sufrimiento de alguien más, de alguien ajeno y eso me llenó, también a mí, de angustia.

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Han pasado más de 20 años y he vuelto a escuchar ese gorjeo. También es de madrugada, sin embargo ahora no hay ningún pájaro cerca. Pienso en la muerte, en la negación inherente del ser humano a la idea de perecer; en los último años me he vuelto más sensible a esa transición a la que eufemísticamente llamamos ‘perder la vida’.

Uno vive la vida con la confianza de que nada romperá la habitualidad de despertar, de iniciar la rutina, de preocuparse por las mismas cosas, de aplazar los proyectos, de enojarse por el tráfico, de esperar una mejor oportunidad; hasta que, de un día para otro, desaparece definitivamente la posibilidad de que haya otro día, de que haya tiempo para aprender un nuevo idioma, de viajar a ese lugar deseado, de volver a empezar…

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Hace unos años leí un libro donde el protagonista viaja a Brasil con la finalidad de reiniciar su vida y, a la mitad del vuelo, una tormenta hace que el avión esté en peligro de estrellarse. Atribulado, piensa que no puede morir así, no ahora que todo está a punto de cambiar. 

Entonces una pregunta asalta su mente: ¿por qué no habría de morir? ¿Qué lo haría diferente a otras personas que también han perdido la vida? Pronto llega al punto en que ningún argumento válido aparece y empieza la calma de la resignación.

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Es cierto, la gente muere todos los días. Algunos en el pináculo de su vida, otros cuando ni siquiera alcanzan a comprenderla; mueren personajes famosos, políticos, empresarios, niños… también habremos de morir tú y yo. 

La diferencia radica en cómo se lidia con la idea de morir, con la forma y el momento de la muerte; no es lo mismo morir en un accidente que de una enfermedad terminal, ni es lo mismo morir a los 6 años que a los 90. Todas estas variables son alicientes para el alma que sabe de su funesto final. 

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Estoy en la sala de espera. A unos cuatro lugares de mi asiento está una pareja con el rostro angustiado. Son jóvenes, no rebasan los 30 años de edad, y se toman de las manos fuertemente, los dedos crispados sobre la piel del otro. Intentan parecer tranquilos, pero sé que están angustiados. 

He visto esa mirada con anterioridad, la vi por primera vez una madrugada de primavera cuando en medio de la noche fui a ver al pájaro de mi madre. Al otro día, después de la escuela, corrí impaciente hasta el patio donde sabía que estaba el pájaro: la jaula estaba vacía. No hizo falta que preguntara por su paradero, muy adentro de mí sabía que ya no escucharía ese gorjeo angustiado por la noche.

Mientras divago en estos pensamientos, mi mente regresa a la misma sala de espera. La pareja ya se ha ido y alguien me llama por mi nombre, escucho sus palabras y recibo un sobre blanco que pesa más de lo que aparenta, camino a la salida y busco las llaves del auto.

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Es viernes y me encuentro en el festejo de cumpleaños de un amigo en un bar-billar del sur de la ciudad. No conozco a más de la mitad de los invitados. 

Mientras tomo una naranjada, observo en silencio a una pareja invitada que está sentada apenas a un metro de mí. El hombre tiene una cicatriz que le surca casi toda la cabeza. Fuera de eso todo parece normal, ríen con entusiasmo y de vez en cuando aprovechan para mirarse furtivamente a los ojos.

En medio de la celebración alguien me cuenta que esta pareja planea casarse, y esperan hacerlo lo antes posible; el novio fue operado recientemente por un problema grave de salud y los pronósticos no son favorables. Escucho estas palabras y vuelvo la mirada hacia a ellos: siguen sonriendo, siguen charlando, de vez en cuando se dan besos breves, sin importar la algarabía del festejo.

Ellos no están angustiados y, al menos por esta noche, han vencido la pesada carga del acecho de la muerte.

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Hace poco recibí un mensaje con buenas noticias a mi correo electrónico. Salí a caminar para reflexionar en todo lo que ha pasado últimamente. En la vida y en la muerte, en la sonrisa de la persona que amo, en la tranquilidad del aire que sopla esa tarde… y poco a poco se va apagando ese canto de cenzontle.

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