Pocas veces he tenido reparo en referir algo que, si bien podría sonar descabellado, sobre todo para quien mira lo local con cierto desprecio, creo profundamente y corroboro cada día con mayor satisfacción: Si México fuera Estados Unidos, Querétaro sería Boston.
Cuando confieso la secreta relación metageográfica que encuentro entre la capital de Massachussets y la noble, pero aún humilde, ciudad desde la que se edita esta revista, por lo general recibo risas (probablemente bien merecidas) o señalamientos en el sentido de que, en todo caso, Querétaro, con todo y el rancio conservadurismo que le valió la condena pública del general José María Arteaga, guarda una mayor relación con algún estado redneck del Deep South. Kansas y Oklahoma son las opciones más comentadas.
Los más intrépidos trazan su comparación con Texas. Nadie dice Georgia (demasiados negros, supongo) o Kentucky (somos rednecks mexicanos, mestizo trash, pero no a ese nivel que corresponde más bien a la hermana república de Guanajuato). No obstante, siempre que escucho estas comparativas geográficas, no puedo evitar empecinarme en lo que ya señalé, Querétaro no es un territorio redneck lleno de destilerías de whiskey y rangers prestos a soltar balazo a la menor provocación. Si una correspondencia tiene Querétaro dentro del vecino del norte, es la ciudad que acoge a Harvard y al MIT, la que vio crecer a los Kennedy.
La primera razón que tengo para justificar este paralelismo tiene que ver con la historia colonial de ambas ciudades. Boston era, al momento de la Revolución Norteamericana, 150 años después de su fundación, en 1630, el tercer asentamiento más importante de lo que hoy es Estados Unidos, solo detrás de Nueva York y Filadelfia. En vísperas de la independencia mexicana, Querétaro podía jactarse exactamente de lo mismo, siendo precedida en importancia por la Ciudad de México (nuestra Nueva York) y Puebla (nuestra Filadelfia, que es una Boston más grande y más pobre).
A esto hay que agregar otro factor importante: ambas localidades fueron epicentro de lo que después sería la lucha independentista en sus respectivos países. Los colonos de Boston, hartos del dominio inglés, asaltaron un buque cargado de té y arrojaron la mercancía al mar como protesta por la falta de autonomía tributaria dentro de las colonias. Las élites queretanas, por su parte, se reunían para conspirar contra la hegemonía española en tertulias que pasaban por tranquilas veladas literarias y en las que participaron nombres por todos conocidos como la Corregidora Josefa Ortiz de Domínguez o los hermanos Epigmenio y Emeterio González. No es inusual que, tanto en el centro de Boston como en el de aquí, haya sujetos con medias y peluquines pretendiendo ser próceres independentistas.
Aquí es donde entran a colación dos personajes cuyas existencias no puedo pensar sino como el nítido reflejo una de la otra. Imaginemos a un hombre que, en medio de una noche oscura, monta un caballo con la encomienda de advertir a los insurgentes que las fuerzas metropolitanas están por avalanzarse sobre sus cabezas, ¿cómo se llama el valiente patriota? La identidad depende de la fecha y la latitud. Si cabalgó en 1775 entre Boston y Lexington responderá al nombre de Paul Revere y tendrá una estatua cerca del Río Charles en la zona conocida como Paul Revere Mall. Si, por otro lado, hizo lo propio entre Querétaro y San Miguel el Grande una noche otoñal de 1810, su nombre es Ignacio Pérez y su estatua estará junto al Río Querétaro en la zona conocida como ‘la Otra Banda’.
Habitante de la zona portuaria y funcionario público en Boston, Revere se enteró que un contingente inglés había desembarcado para emboscar a los independentistas en Lexington. Con el propósito de que no los tomaran desprevenidos, cabalgó 20 millas (unos 35 kilómetros) hacia allá mientras gritaba a todo pulmón “vienen los ingleses, vienen los ingleses”. De naturaleza más taciturna, el conspirador Ignacio Pérez no gritó, pero sí cabalgó sesenta kilómetros hasta San Miguel el Grande para avisar dos cosas: que la conspiración de Querétaro había sido descubierta y que había órdenes de aprehensión contra los capitanes Allende y Aldama.
Como dato curioso, tanto Lexington como San Miguel de Allende, anteriormente ‘el Grande’, quedan al norponiente de Boston y Querétaro, respectivamente, por lo que incluso la dirección de ambas cabalgatas es maravillosamente similar.
El siguiente factor que une a Querétaro con Boston más que con el Bible Belt, es precisamente de índole religiosa. Quienes creen que la tradicional ‘mochez queretana’ puede equipararse a los modos del Ku Klux Klan, nunca han discutido de teología con un Bautista del Sur. Al lado de estos, hasta Elsa Méndez es liberal y justo es eso lo que equipara a la clase política queretana con los bostonianos, principalmente de filiación demócrata, que durante décadas hicieron de las suyas en esa ciudad estadounidense.
Además, la Arquidiócesis de Boston es una de las pocas en Estados Unidos donde más del 50% de la población se declaró católica durante buena parte del siglo XX. Las oleadas de inmigrantes, irlandeses primero e italianos después, hicieron de las procesiones, verbenas y fiestas patronales una constante que aún puede apreciarse en rincones como el North End. Por supuesto, el mal manejo de los casos de abuso sexual a menores ha implicado un duro golpe para el catolicismo bostoniano, sin que esto suponga que la ciudad dejó por eso de ser uno de los principales bastiones de la religión católica en la Unión Americana, tal como lo es Querétaro en México. Quienes vieron la película Spotlight, de Tom McCarthy, recordarán la escena en la que uno de los personajes menciona que, a pesar de sus aires cosmopolitas, Boston sigue siendo fundamentalmente una aldea, ¿no es esta la definición perfecta para nuestro Querétaro?
Hace no mucho leí un texto en el que el iracundo autor acusaba a los bostonianos de tres cosas: hipócritas (básicamente decía que iban de ‘progres’, cuando en realidad eran sumamente conservadores), elitistas y pésimos conductores. Este último dato llamó particularmente mi atención y me remitió a Google, donde pude corroborar un hecho interesantísimo: al parecer, los habitantes de Boston tienen fama de cafres en el volante y, además, la ciudad es famosa por sus congestionamientos viales. Como alguien que toda la vida ha lamentado la naturaleza antipeatonal de Querétaro, no pude sino sonreír cuando vi que ese atributo abona a mi delirio de querer comparar ambas ciudades.
En el mismo sentido, está la homologación entre el término ‘Taxachussets’, que los estadounidenses utilizan para referirse a las poco amigables políticas fiscales de ese estado y ‘Quebrétaro’, vocablo acuñado por foráneos para señalar que, si abrías un negocio aquí, seguro habría quebrado antes de pasar un año.
La relación con la gente ‘de fuera’ es otra cosa que une a ambas sociedades. La élites de Nueva Inglaterra miraron siempre con desprecio a los migrantes pobres que se establecían en grandes números entre sus poblaciones. Howard Philips Lovecraft, autor de referencia en el mundo del horror y del misterio, mostraba en sus cuentos a los italianos como personajes brutos e incompetentes. La xenofobia lovecraftiana no era, al parecer, extraña entre los bostonianos de abolengo, como tampoco lo es entre los queretanos ‘de apellido’.
Particularmente hostil es la consideración de los habitantes de Nueva Inglaterra hacia la gente de Nueva York y Nueva Jersey. Fuera de Estados Unidos, llamamos ‘yanqui’ a cualquier gringo, pero allá, la connotación es más similar a la de ‘chilango’. En la novela Salem’s Lot, de Stephen King, una familia de Nueva Jersey decide, contra las recomendaciones de los locales, visitar un lugar de Nueva Inglaterra famoso por sus fenómenos sobrenaturales. La situación, obviamente, no acaba bien para ellos, que son retratados como ignorantes, irrespetuosos y poco apegados a la legalidad (prejuicios todos con que aquí cargamos a los mexiquenses).
Las filiaciones deportivas son otro punto en común entre ambas ciudades. Pocos equipos hay con una afición tan leal y efusiva como los Red Sox y los Gallos Blancos, que incluso comparten la construcción semántica en tanto ambos equipos hacen referencia a un objeto (el calcetín, el gallo) y a un color (rojo, blanco). Fenwey Park y el Estadio Corregidora son, sin duda, dos de los espacios donde mayor apoyo se brinda a los equipos locales, aún cuando los números no los favorezcan.
Sobre la cuestión universitaria, este es uno de los mayores reparos cuando me dicen que abuso al comparar Querétaro con Boston. Los detractores de mi teoría dicen que, para que esta fuera verdad, Querétaro tendría que ser una gran ciudad universitaria como lo es Puebla (que alberga a la UCLA, la UPAEP y a la BUAP) o Guadalajara (sede del ITESO, la UNIVA, la UAG y la UDG). Lo que respondo siempre es que, aunque no albergamos instituciones de ese calibre y estamos lejos de cobijar a ‘la Harvard de México’, sí somos una de las ciudades en el país con más centros universitarios per cápita y, además, la ciudad fuera de la capital con más librerías por habitante y con más centros de investigación. Una universidad, en el sentido del MIT, no es solo un centro de enseñanza sino también uno de investigación y ahí, sobre todo en cuestiones relacionadas con lo aeronáutico, Querétaro tiene una gran ventaja.
Entonces ¿Querétaro es o no es Boston? La respuesta obvia es que no, Querétaro es Querétaro, Boston es Boston y cada una tiene sus particularidades y sus propias lógicas en relación con el espacio y con las comunidades que las habitan. Si nos atenemos a lo natural, por ejemplo, al clima o al paisaje, no podrían existir dos lugares más distintos que el semidesértico altiplano y el húmedo Atlántico norte. No obstante, si de comparaciones se trata, sí encuentro más vínculos con esa ciudad del noreste que con cualquier rancho podrido (en petrodólares) de Texas.
Por el momento, y aunque sé que la comparación es abusiva, descabellada e incluso neocolonial, yo me imaginaré, de tanto en tanto, que camino por Bacon Hill mientras atravieso el Barrio de La Cruz para llegar a la oficina con un vestido de flores y té chai, siempre a punto de caer, en la mano derecha.