Por Miriam Vega
La discriminación por definición es violenta, pero no siempre se manifiesta con actos contundentes. Suele colarse como una brisa gélida e incómoda, por lo general el daño infligido es silencioso, normalizado y difícil de notar. El racismo es tan antiguo como la humanidad misma, la idea de patria lo refuerza y en los países que alguna vez fueron colonia, confundidos con su heterogeneidad, se instala dentro de cada hogar.
Las expresiones fenotípicas, tan irrelevantes en la naturaleza misma, hoy siguen costando caro a la humanidad y el precio sube aún más cuando éstas se intercalan con manifestaciones culturales tan básicas como el idioma.
En nuestro México, tan orgulloso de sus raíces y tradiciones, el ser un indígena fuera del esplendor de la época prehispánica y del folclore que la envuelve, es peligroso. Los pueblos originarios han sido testigos de la crueldad de los gobiernos y la indiferencia de los ciudadanos que no los miran como iguales.
Sin afán de usurpar una voz que no me corresponde, ser indígena en un contexto urbano es cargar una diana en la que se atinan prejuicios y actos cotidianos de racismo. Pero a veces los actos son tan verdaderamente violentos que es difícil ignorarlos.
Para Querétaro ése fue el caso de Juan Pablo, el adolescente de 14 años de origen hñähñü, a quien sus compañeros le infligieron quemaduras de primer y segundo grado en la telesecundaria Josefa Vergara de la capital queretana. Los familiares del menor señalaron que Juan era constante víctima de acoso escolar por pertenecer a una comunidad indígena y hablar su lengua madre, asimismo apuntaron que el cuerpo docente era testigo y cómplice de los reiterados actos de discriminación.
La noticia se hizo viral y llegó a captar la atención del mismo presidente, Andrés Manuel López Obrador, quien aseguró que de no haber una respuesta por parte del gobierno del estado atraería el caso a la Fiscalía General de la República. Por supuesto, la fiscalía estatal actuó inmediatamente, el caso se judicializó con una distinguida prontitud y las audiencias no se hicieron esperar.
Sin embargo, el Tribunal Superior de Justicia del Estado de Querétaro no ha iniciado líneas de investigación enfocadas hacia el acoso escolar, ni mucho menos hacia la discriminación que vivía Juan. Omisiones que no sólo perpetúan los procesos de segregación en torno a la personas indígenas, sino que evitan indagar en lo internalizada que está la discriminación en la sociedad queretana. No hay que perder de vista que el crimen fue cometido por adolescentes de tan sólo 13 años, de este hecho tan atroz no pueden más que surgir preguntas a las que les urgen respuestas: ¿por qué molesta tanto un compañero indígena?, ¿de dónde viene tanto rechazo?
El caso de Juanito nos invita a abrir los ojos y reconocer el profundo racismo que existe en la sociedad queretana, el completo rechazo hacia las comunidades indígenas que radican en el territorio del “dinamismo económico y las grandes inversiones”. Fuera y dentro de la capital parece que el gobierno se esfuerza por negar la ciudadanía a los pueblos originarios.
Y para confirmar estas teorías sólo hace falta mirar un poco hacia atrás. La respuesta del TSJ en el caso de Juan no ha sido la única ocasión en la que el gobierno queretano ha evidenciado la incomodidad que le suscita las comunidades indígenas.
¿En qué momento el Estado ha desplegado fuerzas policíacas para frenar algún tipo de manifestación ciudadana? No lo hizo en el 8 de marzo del 2020 o del 2022 cuando alrededor de 10 mil mujeres se manifestaron por las principales avenidas del Centro Histórico, ni en las marchas estudiantiles, como la que se hizo con motivo de la ley de aguas en la que desfilaron más de mil personas.
Sin embargo, sí lo hizo en el 2021, cuando artesanos pertenecientes a comunidades indígenas se manifestaron por su derecho a vender en el Centro Histórico. En ese momento los manifestantes denunciaron el uso de la fuerza por parte de la policía, sus torturas y amenazas, que quedaron registradas en fotografías y videos.
Y lo volvió a hacer en 2022, en otra marcha en contra de la ley de aguas, pero esta vez la mayoría de los manifestantes eran personas provenientes de comunidades indígenas del estado, sobre todo de Santiago Mexquititlán. Alrededor de 60 personas, que exigían un diálogo con autoridades para atender el desabasto de agua con el que llevan años lidiando, fueron rodeadas por más de 300 elementos de la policía estatal, quienes en su intento de sofocar la marcha agredieron a jóvenes y personas de la tercera edad por igual.
Por si eso no fuera suficiente, la misma secretaria de gobierno, Guadalupe Murguía, salió en medios de comunicación radiofónicos a declarar que los manifestantes no estaban abiertos al diálogo y que no se trataba de ciudadanos queretanos:
“Estamos en investigación de quiénes eran, pero sabemos que es gente de fuera que fue arengada por los líderes que la convocaron”.
Declaraciones que no sólo invisibilizan las demandas de las personas, sino que además les arrebata la categoría de ciudadanos a los miembros de la comunidades.
Confrontarnos con la realidad de la sociedad en que vivimos es fundamental para romper con arcaicos estereotipos y la idea de la homogeneidad. Es necesario erradicar los esquemas en donde se relega la pluriculturalidad a un producto turístico y sustituirlos por unos en donde ésta se integre a lo que somos en colectividad, con todos los derechos que esto implica.
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