Beirut: treinta días después de la explosión

Al día de hoy, las autoridades libanesas acusadas de corrupción e incompetencia no han dado razones de por qué motivo había tal cantidad de nitrato de amonio almacenada, luego de que salieran a la luz pruebas de que hubo avisos sobre esta situación, mismos que fueron indolentemente ignorados.
Foto: AP Photo/Hussein Malla

Si un grupo de amigos se hubiese juntado el 3 de agosto a jugar Maratón, y una de las preguntas hubiera sido ¿cuál es la capital de Líbano?, es muy probable que la ignorancia hubiera avanzado. A la mañana siguiente, sin embargo, todo el planeta supo que la respuesta era Beirut.

Eran las 10:45 am, hora de México, cuando en las redes sociales comenzaron a viralizarse los primeros videos de una explosión en el puerto de la bahía de Saint George, en la costa este del Mediterráneo. En un principio, todo parecía indicar que se trataba de otro incendio en un hangar de juegos pirotécnicos. La escena, de hecho, hacía recordar a la tragedia del mercado de Tultepec del 2016: la misma nube negra con cientos de petardos rojos explotándole en el vientre. No obstante, luego de diez o quince segundos de fuegos artificiales, se produjo una fortísima explosión cuya ola expansiva avanzó velozmente, destruyendo todo a su paso, hasta golpear a la cámara, o al camarógrafo, que lo grababa. Nuevos videos fueron apareciendo, tomados en distintos puntos de la ciudad. Desde el balcón de un departamento, desde una motocicleta acuática, desde un automóvil en plena carretera. Los videos, algunos nítidos, todos impresionantes, nos dejaron en claro una cosa: que el Apocalipsis ser filmará en HD.

La deflagración de 2 mil 750 toneladas de nitrato de amonio —almacenadas negligentemente desde hacía seis años en el puerto—arrasó con hangares, bodegas y  edificios, entre ellos el silo de granos, un palacio del siglo XVIII y otras edificaciones de esa época, todas ellas más antiguas que la creación misma del Estado del Líbano, que en este calamitoso 2020 cumple apenas un siglo. Alrededor del almacén, en un radio de 500 metros, no quedó nada más que escombros, y poco más allá, la zona que habitualmente estaba repleta de gente caminando a oficinas, bares, restaurantes y centros comerciales, parecía un digno escenario de guerra. Tan fuerte fue la explosión —un 10 por ciento de la intensidad de la bomba de Hiroshima, según los expertos— que se escuchó hasta Chipre, el vecino país insular a 264 kilómetros de distancia.

El día de hoy, 4 de septiembre, a un mes exacto de la tragedia, las cifras oficiales son aterradoras. En un santiamén, la explosión acabó con la vida de más de al menos 190 personas —el número puede aumentar puesto que todavía hay reportes de desaparecidos—, al tiempo que dejó un total de 6 mil 500 heridos y a poco más de 300 mil libaneses sin hogar. A la semana de la explosión, el primer ministro Hassan Diab anunció la dimisión de su gobierno, arremetiendo contra la «corrupción» que llevó a ese «terremoto que golpeó al país». Tres semanas después, Mustapha Adib tomó su lugar para hacer frente a la tragedia.

Su gobierno calcula pérdidas económicas por hasta 15 mil millones de dólares, pero lo que más preocupa son las consecuencias directas de la destrucción del puerto, ya que esto podría devenir en una emergencia alimentaria debido a que, según una estimación de S&P Global, alrededor del 60 por ciento de las importaciones de Líbano entraban por ese embarcadero.

Solo en el caso del silo —ese almacén de granos que remite a épocas faraónicas—, cuya capacidad era de 120 mil toneladas y que quedó completamente destruido, acentuará la escasez de trigo en el país, que de por sí ya atravesaba por una profunda crisis económica. De acuerdo con el Blominvest Bank, la actividad en los contenedores de cereales había disminuido un 45 por ciento en el primer semestre de 2020 respecto al año pasado, y en nada ayudó el alza de los precios a causa de la devaluación de la libra libanesa. Luego de la explosión, y como suele ocurrir en este tipo de tragedias, el miedo invadió a las personas que, por temor a una eventual escasez, corrieron a las panaderías en el barrio comercial de Hamra donde compraron varias hogazas en lugar de sólo una.

El sector salud es otro de los temas alarmantes. Si ya de por sí, en medio de la pandemia por el coronavirus, los hospitales estaban a su máxima capacidad, la explosión vino a agravar más las cosas, dejando una red sanitaria completamente saturada. Christian Lindmeier, portavoz de la Organización Mundial de la Salud (OMS), informó que el estallido interrumpió la total actividad de tres hospitales de Beirut y redujo parcialmente la de otros dos, disminuyendo la capacidad hospitalaria total de la ciudad a 500 camas. Además, causó daños en 120 centros escolares de la zona y destruyó destruyó 17 contenedores con ayuda médica enviada para responder a la pandemia de COVID-19, que contenían trajes de protección y otros materiales básicos.

Al día de hoy, las autoridades libanesas acusadas de corrupción e incompetencia no han dado razones de por qué motivo había tal cantidad de nitrato de amonio almacenada, luego de que salieran a la luz pruebas de que hubo avisos sobre esta situación, mismos que fueron indolentemente ignorados. El presidente libanés Michel Aoun, cada vez más criticado por sus compatriotas, se opone tajantemente a una investigación internacional, lo que invita a pensar que la verdad no será revelada del todo, manejando la información a su conveniencia. La renuncia de altos funcionarios no es suficiente. Lo que los libaneses exigen es que se rindan cuentas. Que un tribunal internacional explique la cadena de errores, omisiones y negligencias que provocó que casi 200 personas perdieran la vida, destruyendo casas y comercios y sumiendo al país —un país cuya mitad de su población se encuentra por debajo del umbral de pobreza— en la crisis más grave de su historia.

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