La chica trae una pequeña tabla de madera. Sobre la tabla reposan cinco vasos con cerveza. Los contenidos son muy distintos entre sí. Algunos claros, otros muy oscuros. Todos embriagadores.
Pruebo el contenido del primer vaso. Es oscuro, espeso. Brown ale, me explica la chica, una cerveza bastarda. La inventaron los productores irregulares de alcohol en Estados Unidos. El estilo, imita a las producciones del norte de Inglaterra. Es anglosajona, pues, pero forajida. Una ranger del universo alcohólico. Su sabor es amargo y profundo, como una caverna. Se siente atrás de la lengua, un poco en el paladar. Es un sabor de pirata o alguien fuera de la ley.
Paso en seguida al siguiente vaso que hay en la tablita, la cerveza se llama ‘República’ y corresponde a un estilo pilsner. Más europea, refinada. Su sabor es dulce, aromático, como a flores o té.
He probado pilsners antes. En Praga tuve el orgullo de degustar esta cerveza a escasos 80 kilómetros del lugar donde nació: la ciudad de Pilsen, en lo que entonces, cuando se inventó la cerveza, aún era el Imperio austrohúngaro. Me gusta imaginar a Kafka, por ejemplo, degustando esta cerveza en su oficina, o quizá en casa, al llegar, para comenzar su vida como narrador secreto. Poco probable es, no obstante, que el vegano y moralmente sensible escritor haya sucumbido a menudo ante los dulces encantos de una buena pilsner. Más acertado sería vincularla con Joseph Roth, bebedor célebre y vienés (aunque tan judío como Kafka), quien dedicó su obra maestra a elogiar las aventuras de un beodo como él.
A pesar de sus correspondencias literarias, a esta pilsner en particular le falta algo. No sabría especificar qué es. Sería más acertado, de hecho, decir que lo que le pasa es que le sobra algo: cierto gusto pegajoso, como de jabón, cierta esencia empalagosa. No es mi favorita, entre las que me he topado.
Si lo que se busca es una cerveza que nos endulce de un modo agradable, la número tres es la opción más conveniente. Del género session brown, la cerveza ofrece una gama muy variada de sabores que poco a poco envuelven a quien la bebe hasta atraparlo por completo y lo sorprenden volviendo a ella una y otra vez. Emparentada con la brown ale, la session brown es amarga aunque con un toque más dulce que la otra, que genera una sensación muy reconfortante al que la prueba.
Todavía no he terminado de probar mi sampler y el hambre ya comenzó a causar estragos. Se necesita mucha entereza para probar estas bebidas sin necesidad de comida. La cerveza comienza a surtir efecto y uno se marea, se hace hacia atrás, pierde estabilidad. Por fortuna, el lugar en el que estamos ofrece una amplia variedad de alimentos, muchos de ellos hermanables con las cervezas que tengo frente a mí. Indeciso en un principio, al final pido una salchicha tipo bratwurst. De origen alemán, se elabora con carne de cerdo o ternera embutida en tripa natural. Aquí, la bratwurst se puede pedir en dos modalidades, una que incluye solamente pan, como si se tratara de un hot dog muy elaborado y otra que incluye una guarnición de papa o col agria. Me inclino por la segunda y espero.
Mientras mi bratwurst llega a la mesa, decido probar las maravillas de la ‘Spinning Jenny’. Esta amenísima cerveza rosada del tipo English pale ale se siente justo atrás del paladar y genera una sensación extraña, aromática pero no empalagosa. El nombre que le han dado aquí es interesante, no solo porque pone en evidencia sus orígenes anglicanos, sino también porque nos recuerda la función que alguna vez tuvo el lugar en donde estamos.
Cerca de cien años atrás, cuando el porfiriato estaba en su punto de apogeo, los terrenos de la actual Compañía Cervecera Hércules eran ocupados por una factoría dedicada a la elaboración de textiles. Tanto el edificio como el pueblo son testigos de la vieja gloria que experimentó la industria textil en este lugar. Tal como ahora, no todo era alegría. La prosperidad industrial siempre tiene que pagarla alguien y, por lo general, ese alguien son los obreros. La fábrica era productiva, pero también un considerable centro de explotación que, no obstante, logró darle vida a un pueblo. Hoy, junto a la cervecería, se levanta todavía una fábrica en donde se siguen ofreciendo vacantes y que, como hace cien años, funciona como el corazón de esta comunidad. La spinning jenny fue una de las primeras máquinas hiladoras del mundo. Inventada por James Hargreaves en el siglo XVIII, se le considera, junto con la máquina de vapor, uno de los catalizadores de la revolución industrial.
Estoy por finalizar mi sampler cuando llega la bratwurst a la mesa. Como toda salchicha que se respete, esta viene humeando. La corto y siento su plasticidad. Es carnosa, me ofrece resistencia. Si uno se calla totalmente e ignora los sonidos de la realidad que nos rodea, pone toda su atención en la salchicha, alcanza a escuchar el sonido que produce la tripa envolvente al desgarrarse. Tomo un bocado con el tenedor y lo meto en mi boca. Está algo caliente, aún, pero no es problema. La salchicha sabe tan bien que podemos ignorar las circunstancias que hay en su temperatura.
No la he terminado aún cuando escucho junto a mí a alguien que resopla. Giro para ver quién es el ejecutante y lo que me llevo es una sorpresa mayúscula. A mi derecha, pidiéndome compasión, hay un bellísimo galgo. Si algo caracteriza a este espacio, es que es absolutamente abierto. Los perros pueden entrar, igual que los niños, quien sea. Le doy al galgo un pedazo de salchicha. Como yo, atiende más al sabor que a la temperatura. Pide más pero, con crueldad, se lo niego. Termino con mi salchicha, luego con la ensalada de col.
Al final, tomo la cerveza clara que me queda. Ya no recuerdo su nombre ni qué tipo de cerveza es. Estoy borracho. Con alegría, descubro que postergarla hasta este momento fue una sabia decisión. Su gusto es exageradamente dulce pero no es desagradable. Es como el postre, me digo a mí mismo. Un postre etílico.
Termino con la cerveza y miro a mi alrededor. Los niños juegan, ríen. Sus padres conversan. El mismo galgo de hace un momento corre de un lado a otro. Su dueño, detrás, intenta en vano someterlo a su autoridad. El sol cae sobre la ciudad, al poniente. Sus rayos se reflejan igual en los lujosos edificios que hay sobre la colina, que en las humildes ventanas que hay en las casas de este viejo pueblo. De pronto siento tristeza. El lugar es excelente para comer o beber, pero no puedo evitar la sensación de que algo no cierra del todo.
Hay mucha gente diversa, pero muy poca se ve de aquí. El lugar, tengo que reconocerlo, poco hace por el pueblo más allá de gentrificarlo. No me gusta la gentrificación, favorece la desigualdad y, en el fondo, no es más que un proceso cruel y un modo de antiurbanismo. No obstante, aquí estoy. Hipócritamente borracho, satisfecho, feliz, mirando el sol caer como cerveza clara hasta la barriga de un burgués contento. Los niños no piensan en eso, tampoco el galgo. Quizá su dueño sí, pero quién sabe. Tendré que acercarme a él y preguntarle, compartir algún cigarro, señalar lo mal que parece ir todo y después reír y retirarme feliz pero con ganas de llorar, ganas e incapacidad de llorar.