Paterson, Paterson, ‘Paterson’

En ‘Paterson’, de Jim Jarmusch, nos enfrentamos a una historia sobre soledad, fundamentalmente, pero también sobre redención y, en cierto sentido, tolerancia. Incluso amor.

Pocos autores del cine estadounidense logran productos tan estéticamente atractivos como lo hace Jim Jarmusch. Activo desde la década de 1980, Jarmusch ha destacado como un autor que se preocupa por dotar a sus películas de un sentido humano y estético que vaya mucho más allá de la trama. Desde que debutó con Permanent Vacation hasta Paterson, la última película suya que se estrenó en cines de todo el mundo, Jarmusch se ha preocupado, sobre todo, por lo que ocurre con sus personajes. No se limita a contar una historia y ya. Le gusta justificar cada movimiento, cada encuadre y cada referencia.

En el caso de Paterson, nos enfrentamos a una historia atascada de símbolos y elementos que tienen bastante poco de gratuitos. Una historia sobre soledad, fundamentalmente, pero también sobre redención y, en cierto sentido, tolerancia, incluso amor. Lo impresionante de Paterson, es que Jarmusch logra hablar de todas estas cosas sin resultar moralista y, mejor aún, sin obedecer a un solo tono narrativo. 

Sí, en la película hay belleza, pero también hay ironía. Una ironía muy infantil, si se le mira con superficialidad, pero para nada inocente. Cada gesto, desde la reiterada rutina de Paterson (el protagonista, no la película) hasta el presunto ‘guiño’ que Jarmusch hizo a Wes Anderson (al retomar al elenco que protagonizó Moonrise Kingdom), tiene una significación que pareciera ir más allá y querer decirnos algo.

Lo primero que llama la atención de la película es la situación absurda con la que nos enfrenta el director: al comenzar, tenemos a un poeta que despierta junto a su pareja en una pequeña casa de un barrio trabajador estadounidense. Nada raro hasta aquí. Conforme la cinta avanza, descubrimos que el poeta es realmente un conductor de autobuses urbanos en la ciudad industrial de Paterson, Nueva Jersey. La cosa no queda ahí. Cada mañana, Paterson, nombre que es también el del conductor-poeta, es acosado por su jefe, un indio-americano, con historias terribles sobre lo difícil que es la vida para él por culpa de su familia. No tiene, el jefe indio-americano de Paterson, otra función en la película que esa: ser un cliché, un personaje irrisorio que solo cobra sentido mediante sus quejas.

El absurdo, ridículo, dirían algunos, alcanza niveles extraordinarios cuando se nos revela que Paterson no solo vive en Paterson, sino que también tiene un poema favorito y ese poema es ‘Paterson’, de William Carlos Williams. Es entonces una situación absurda pero cotidiana la que nos describe Jarmusch en esta película. En este contexto, la vida de Paterson pareciera encontrarse siempre al borde del colapso. Esto se percibe en los contrastes que guarda con su pareja; por ejemplo, mientras que él es un hombre tranquilo, entregado a la monotonía, con escasas pasiones más allá de la rutina, ella es frenética, siempre intenta algo nuevo y persigue, a cada día, un sueño diferente.

La comunicación entre ambos es más bien nula. Paterson habla poco y su pareja, Laura, demasiado. Paterson escucha, a veces se incomoda pero nunca da su opinión. Ella siempre impone la suya. Así. Hay gestos de afecto, claro, pero no mucho más. Hablamos de complementariedad en el sentido más completo que tiene el término. Es interesante el manejo semiótico que hace Jarmusch de esta relación, sobre todo mediante el arte de Laura, quien obsesivamente se empeña en llenar de círculos todo dentro de la casa. La relación es un círculo perfecto que siempre se repite y se repite sin que haya oportunidad de escapar.

Pese a los elementos naif que introduce Jarmusch en la relación, de esta queda siempre una sensación de sofoco. Como si bastara el más mínimo acontecimiento o detalle para que ese paraíso naif de cotidianidad en el que interactúan los personajes se desmoronara para siempre. A lo largo de la película aparecen varios elementos ‘tensores’ en la relación que amenazan con desmoronarlo todo, sin conseguirlo. Así tenemos, por ejemplo, la petición que le hace Laura a Paterson de una guitarra carísima para cumplir con su sueño de ser una cantante country. Tenemos también la interacción de Paterson con una niña-poeta, cuyo poema sobre la lluvia le impacta y lo lleva a recitárselo a Laura, o la descompostura del autobús de Paterson, situación que se complica debido a su negativa a cargar un celular. Tenemos también al perro de Laura, las salidas nocturnas de Paterson, su interacción con otras personas en el bar, etcétera.

Nada logra destruir la relación que sostienen Paterson y Laura, ni aniquilar esa cotidianidad en la que viven tan cómodamente. Esa donde Paterson se levanta, sale de la casa, camina a la terminal de autobuses, toma su autobús, trata de escribir, es increpado por su jefe, arranca, toma un breve descanso y después vuelve a escribir. Hay algo de naif también en la poesía de Paterson. Algo de naif y algo de zen, que se palpa sobre todo en el guiño final que hace Jarmusch a Kurosawa, cuando entra en escena un poeta-turista japonés para recomponer el orden que ya se veía perdido y devolver a Paterson al cauce de su cotidianidad redonda y sincronizada perfectamente con la de su pareja.

Esto hay que señalarlo fundamentalmente por dos razones: en primera instancia, porque nos permite corroborar que, por muy zen y tranquilo que sea, Paterson es un ente siempre al borde del colapso. Hay una tensión en él que parece ir incrementándose en cada escena de la película hasta que, al final, lo lleva casi a un punto de no retorno. El turista japonés, que en realidad es una representación de la poesía, aparece entonces para salvar a Paterson de un modo que quizá parezca redentor, aunque podría no serlo tanto. Ahí es donde entra la segunda cuestión en juego.

A simple vista, parece que al personaje lo que lo salva es la poesía. Esto no es necesariamente verdad. La poesía, permite a Paterson no tocar fondo, no perderse a sí mismo del todo y resistir (ojo, no eliminar) a los motivos de su alienación. La visión naif y romántica de la poesía como un vehículo para la salvación del protagonista está ahí, es parte de la visión de Jarmusch, pero no lo es todo. Hay otro nivel de textualidad que mira con sarcasmo esa visión naif y se ríe, un poco de espaldas, de la posibilidad de la poesía como un vehículo redentor. La poesía en Paterson es el antiacontecimiento, un espíritu que envuelve al conductor de autobús y le permite encontrar sentido dentro de su vida aparentemente plana.

Esa es sin duda, la mayor virtud de Jarmusch en esta cinta. Su capacidad para entregarnos una historia cursi, irónica, incluso relativamente ñoña, pero al mismo tiempo oscura y muy bella. Con personajes que parecerán planos, pero no lo son. Una historia que se nos presenta como parodia voluntaria de un lenguaje muy específico, en este caso, el de los cineastas naif, chicos como Wes Anderson al que Jarmusch se atrevió incluso a corregirle la plana invirtiendo las relaciones de poder que operan entre los protagonistas de Moonrise Kingdom. Una cinta llena de belleza, llena de ternura, pero también de ironía, y de redundancia. Está claro: Paterson, Paterson, ‘Paterson’.

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