La «nueva normalidad» y el abuso de autoridad

En un régimen democrático, el Estado debe operar con estricto apego al principio de legalidad, a través de un marco jurídico que le establezca facultades para cumplir sus fines, pero siempre imponiéndole límites frente a las libertades de la ciudadanía.

El 2020 nos sorprendió con un acontecimiento sin precedentes, pues aunque no se trata de la única pandemia en la historia de la humanidad, ciertamente nunca habíamos tenido una de semejantes proporciones, ni se había suscitado en una época tan interconectada como en la que vivimos actualmente. 

A raíz de esto, medidas urgentes e inmediatas tuvieron que ser implementadas por todos los países, las cuales, en muchas ocasiones, repercutieron en las libertades y derechos fundamentales de las personas. Si bien cualquier régimen constitucional y democrático contempla supuestos de emergencia sanitaria en los que pueden existir restricciones civiles, estas son excepcionales y no deben aplicarse si no están apegadas a principios de proporcionalidad y temporalidad. Así, únicamente deben imponerse aquellas restricciones que estén enfocadas directamente a detener la pandemia y por un tiempo limitado, el necesario para, en la medida de lo posible, contenerla. 

Mucho se ha hablado de las implicaciones que tendrá volver a nuestra vida cotidiana cuando la pandemia ceda. Del inglés se tradujo el concepto new normal, que se menciona constantemente, sin que sepamos realmente a qué nos estamos refiriendo. 

Al respecto han surgido varias teorías: hay quienes auguran el surgimiento de una nueva era en la que todos seremos «mejores personas», como consecuencia de este involuntario encierro. Otros decretan el «fin del capitalismo», como lo hacen cada que hay alguna crisis. Y otros más, simplemente esperan que volvamos a ser los mismos de antes e intentemos retomar las vidas que por un momento suspendimos.

En lo personal, la pandemia me sorprendió recién regresado a México, después de un año y medio de vivir en Nueva York, donde estudié la maestría y realicé una pasantía en la División de Derecho Administrativo de las Naciones Unidas. Tuve la suerte de dejar la Gran Manzana días antes de que se convirtiera en el epicentro de propagación del virus en Estados Unidos, y también de no contagiarme, además del privilegio de poder quedarme en casa junto con mis padres. 

Debo reconocer que desde el inicio de la pandemia fui de esas personas que se pusieron reflexivas sobre lo que este acontecimiento podría implicar. Además de la evidente crisis económica y de desempleo que ya estamos viviendo, me surgió una preocupación que al parecer, y desafortunadamente, también se está haciendo realidad: que el Estado tomaría esta pandemia como justificación para tener mayor injerencia en la vida de las personas y como pretexto para justificar los abusos de la autoridad. 

En un régimen democrático, el Estado debe operar con estricto apego al principio de legalidad, a través de un marco jurídico que le establezca facultades para cumplir sus fines, pero siempre imponiéndole límites frente a las libertades de la ciudadanía. Se ha comprobado a lo largo de la historia que darle más poder al Estado menoscaba la libertad de las personas, pues la autoridad siempre tiende a abarcar más de lo que le corresponde. 

En medio del resurgimiento de una ola de populismos nacionalistas, tanto de extrema izquierda como de extrema derecha, no es de extrañarse que haya quien, aprovechándose de la pandemia, busque implementar medidas que van más allá de la proporcionalidad y temporalidad mencionadas, como la suspensión en la emisión de visas de trabajo en Estados Unidos, por citar un ejemplo. 

Y de manera más extremosa y desafortunada, hoy tenemos hechos ocurridos en semanas recientes como los de Ixtlahuacán de los Membrillos y Tijuana que corroboran esta hipótesis. Mucho se ha comentado ya sobre la importancia que tiene la rendición de cuentas y la supresión de ciertas inmunidades con las que cuenta la autoridad. No debemos dejar que esta pandemia le dé más poder al poderoso, ni que se convierta en un escudo de impunidad. Como sociedad nos corresponde definir, imponer y exigir límites para la autoridad, cuya función no debe ser otra más que proteger nuestras libertades. 

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