¿Para qué, en una vida agitada, con todas sus vicisitudes, alguien llevaría un diario? Escribir es un ejercicio del pensamiento, con cualquier propósito detrás; escribir sobre la propia vida implica, sin excepciones, una reflexión sobre la misma.
Un diario, similar a las redes sociales en el mundo contemporáneo, es una curaduría de eventos e ideas personales. Sin embargo, un diario personal carece del ojo público. Es, si acaso, una etapa anterior e incipiente de los textos. Así es, por lo menos, gran parte de los diarios de los escritores, pero existe otro tipo de diarios, quizá más similares a una bitácora de vida, cuya exploración es más anecdótica que escritural.
Estos otros textos son rigurosos ejercicios de estilo, una exploración de cómo escribir con su pluma, pero también reflexiones filosóficas de su vida y de sus lecturas. Se ha hablado de una “educación de la percepción”, que sería una actividad que a fuerza de constancia moldea la forma en la que los estímulos cotidianos se asimilan en la conciencia. Los cuadernos de Ricardo Piglia o los de Alfonso Reyes son un gran ejemplo de la evolución en estilo y desarrollo crítico de cada escritor, al mismo tiempo que un muestrario del personaje propio que se han creado de ellos mismos.
La lectura de cualquier objeto del género diarios siempre está acompañada de una aproximación tan íntima que se vuelve casi morbosa. El acercamiento que hoy en día tenemos con conocidos y desconocidos a través de redes sociales es ya tan normal que tendríamos que contextualizar lo ajena que era la vida privada hace cincuenta, treinta años.
Si tus dos mil seguidores en Instagram ven una historia de tu habitación sin nunca antes estar ahí, no parece nada fuera de lo cotidiano. De manera similar, conocer los detalles de la vida cotidiana de influencers o celebridades es tan sencillo que pierde algo de brillo. Anteriormente, ver la recámara de tu rockstar favorito podría ser posible a través de un reportaje en la Rolling Stone, no más. La cultura pop y el consumo de masas han puesto en jaque la noción del yo: en las redes todos nos convertimos en nuestro propio paparazzi, una subversión de nuestra identidad privada. O, quizá, una nueva identidad privada, con un punto intermedio entre lo absolutamente público y lo apenas consciente, similar a los personajes de Piglia o Reyes.
El acercamiento que tenemos con los escritores contemporáneos es similar. En otro punto de la historia, preguntarle algo a un escritor o conocer las ideas detrás de sus obras serían tareas tumultuosas, posiblemente mediadas por alguna plataforma editorial o un viaje largo. Todo esto, hoy está al alcance de un tweet.
Al mismo tiempo, el journaling (llevar un diario) ha retomado una fuerte popularidad en las generaciones más jóvenes. Es atractiva su versión clásica en pluma y papel, pero también la versión digital, usando apps para tabletas o en páginas web. La consigna principal detrás del journaling es la salud mental: una actividad para bajar y ordenar los pensamientos ansiosos o depresivos.
En estos diarios, mediante el shadow work o trabajo de sombras, el journaling es una especie de terapia. Durante este proceso, a través de la escritura se plantean preguntas para profundizar en los sentimientos y las cosas que se viven cotidianamente. El journaling parece responder una pregunta milenaria: ¿para qué escribir un diario si no es para publicarlo? Pero, al mismo tiempo, dimensiona la visibilidad de las redes sociales.
La diferencia podría radicar en la voluntad. Hay una clara diferencia entre una serie de diarios que jamás habrían de ser publicados por su autor, como los de Franz Kafka, a diarios claramente ficcionalizados, publicados (y, en consecuencia, editados) en vida. De forma similar, las redes sociales entran en la primera categoría, donde sólo mostramos el cómo nos percibimos a nosotros mismos. Podrán existir excepciones en las que la exploración escritural tenga tan pocas barreras como la privacidad, el espacio donde la reflexión es libre.