¿Quién nos vigila?
El mes pasado, una noticia vino a machacar una vez más en nuestras cabezas la idea de que “no estamos solos”: autoridades de la armada estadounidense presentaron en el Congreso de esta nación una serie de videos capturados por pilotos de la Fuerza Aérea, donde se observan distintos objetos voladores realizar acciones que ninguna aeronave terrestre, conocida hasta el momento, podría hacer.
La noticia podría pasar desapercibida si no fuera porque hace un año, las autoridades norteamericanas desclasificaron un informe que incluía 120 avistamientos de objetos similares, sin que se pudiera brindar una explicación sobre ellos, al menos una dentro de los parámetros científicos actuales.
Y es que algunos de los testimonios de los avistamientos son reveladores: al oeste de San Diego, California, el piloto de la armada estadounidense David Fravor detectó en el radar un objeto que se desplazaba a velocidades que ninguna aeronave terrestre podría alcanzar, a unos 9 mil metros de altura. Cuando se dirigió al lugar a investigar, encontró que el objeto, con forma de una “enorme pastilla de Tic Tac”, se encontraba suspendido a pocos metros del mar, sin que se pudiera observar que tuviera algún tipo de propulsión a motor.
Fravor relata que la cápsula se movía de atrás hacia adelante, “como si se tratara de una pelota de ping pong”; al estar sobre el objeto, el piloto decidió dar un vistazo más de cerca, por lo que comenzó a descender en forma de rizo; desconcertantemente, la “píldora” también comenzó a ascender imitando, como si de un espejo se tratara, la trayectoria en rizo; cuando estuvieron frente a frente, asegura Fravor, la cápsula simplemente desapareció.
Los reportes de estos avistamientos incluyen datos como “objetos metálicos”, que pueden cambiar su trayectoria en milésimas de segundo, realizar maniobras que desafían por completo las leyes de la gravedad, alcanzar velocidades que ninguna aeronave terrestre conocida puede lograr, pero que, además, no tienen alas, ni cabinas, ni fuente de propulsión visible.
Una sonda perdida en el espacio
La Voyager I abandonó la Tierra en 1977 con el objetivo de explorar el espacio y brindar información sobre los confines de nuestro sistema solar. Dotada con múltiples sensores e incluso cámaras de televisión, su objetivo era revelar aquellos detalles que los científicos no podían medir dentro de las fronteras del planeta Tierra, y, por qué no, tal vez brindar evidencia de vida fuera de nuestros confines terrícolas.
Paradójicamente, a diferencia de los avistamientos hechos por los pilotos estadounidenses, hasta el momento la Voyager I, luego de 45 de años de viajar por el espacio, no ha mandado información que indique que hay vida fuera de nuestro planeta. O al menos no se ha informado a la opinión pública.
Cuatro décadas de vagar por el espacio ha hecho mella en su estructura, y la más reciente información indica que la sonda “no sabe dónde está”, es decir, ha mandado información errática sobre su orientación; pese a esto, continúa mandando información de manera puntual hacia la Tierra, por lo que todo indicaría que algún sensor relacionado a su ubicación podría estar dañado.
Fuera de esto, sería conveniente preguntarnos por qué hay avistamientos de objetos, que tácitamente las autoridades norteamericanas reconocen como extraterrestres, en la Tierra, pero en el espacio no hay ninguno de ellos… la respuesta parece escurridiza.
Sal de la Matrix
Para alimentar nuestro optimismo, una teoría cobra cada vez mayor fuerza entre la comunidad científica: el mundo, la realidad en la que vivimos, tiene altas probabilidades de ser una simulación.
Los elementos para creer en esta posibilidad están en nuestra propia realidad: la humanidad ha logrado en los últimos años avanzar a grandes pasos en la Inteligencia Artificial y en Realidad Virtual. La más reciente ha sido abanderada por Mark Zuckerberg, la mente detrás de un tentativo metaverso en el que los seres humanos habremos de cambiar lo real por lo virtual.
De ser así, hipotéticamente, en un futuro habría altas posibilidades de crear un mundo virtual, simulado, regido por alguna supercomputadora, que dote a dicho mundo de una relativa independencia del universo que lo contiene.
Lo que, inevitablemente, nos lleva a cuestionar si alguna otra civilización no ha alcanzado ya, con anterioridad, este punto y que nosotros, y todo lo que conocemos, no sea más que el resultado de un experimento que pudo crear un universo que pudo crear una burbuja de espacio-tiempo.
Ante este escenario solo hay tres posibilidades de acuerdo con Nick Bostrom, de la Universidad de Oxford: 1. La civilización no llegó a desarrollar la tecnología de simulación porque se extinguió antes de lograrlo. 2. Sí se llegó a desarrollar la tecnología, pero por alguna razón, no se puso en práctica. 3. Hay una gran posibilidad de que estemos viviendo en una simulación.
Ovnis, religión, ocultismo y simulación
La posibilidad de que este universo no sea “real” y sí una simulación tiene un aspecto positivo: brindaría de sentido un sinfín de cuestiones que, hasta el momento, no tienen explicación. Empezando por las naves “extraterrestres” que han sido documentadas por el Pentágono, las cuales no serían más que una expresión de ese universo creado artificialmente.
Y si todo estuviera regido por reglas de computadora, entonces todas aquellas cosas con las que ha peleado la ciencia desde la implementación del método científico, lucen más amigables y viables. Por ejemplo, qué pasaría si la fe estuviera regida por un algoritmo, de forma tal que, dentro de este universo simulado, ésta pudiera modificar el destino de los eventos, independientemente de la religión que se profese.
Y así otros temas que han permanecido por largos años en las fronteras del ocultismo podrían revelarse como posibles ante el manto de la realidad simulada. Dragones, gigantes y otras figuras míticas podrían tener más sentido o, al menos, ser más digeribles para los amantes de la ciencia. Luego entonces, la existencia de naves que desafían las leyes de la física, parecen, por así decirlo, un poco menos preocupantes y sí más fascinantes ante la posibilidad de que sean una forma de entender nuestro origen y nuestra “realidad”.