No es un secreto que las trufas, esos tesoros subterráneos, se cuentan entre los manjares más exquisitos y costosos de la gastronomía. Conocidas como “los diamantes de la cocina”, este sobrenombre no es casualidad, puesto que refiere a su naturaleza y la ardua tarea que representa su búsqueda.
Existen innumerables variedades de trufas, aproximadamente setenta especies distintas, de las cuales treinta y dos crecen en el suelo europeo y apenas treinta se consideran aptas para el consumo humano. Aunque eso sí, no todas las trufas son iguales ante el paladar; las más codiciadas por los gourmets son la trufa negra y la trufa blanca, cuyo valor puede ascender hasta los tres mil euros por kilogramo, un precio que refleja su inigualable sabor y aroma.
Sin embargo, en los pasillos de los supermercados y los menús de los restaurantes, a menudo se nos presenta un engaño tras otro: productos que prometen el sabor de la trufa. Pero la realidad es otra, pues lo que se nos ofrece son compuestos sintéticos que imitan su sabor terroso. Tal vez se pueda engañar al olfato, pero el sabor está muy alejado de la complejidad y la profundidad de una trufa auténtica.
Para entender por qué este ingrediente es tan cotizado en el mercado, es esencial primero sumergirse en el misterio de su existencia: son una ofrenda de la tierra, puesto que su crecimiento se escapa de la voluntad humana; su cultivo no puede someterse al capricho del hombre, pues se requieren condiciones muy específicas para que la trufa pueda crecer.
Hay que reconocer la importancia de los árboles, no sólo para el mundo, sino para las trufas. Este preciado ingrediente es un hongo que crece debajo de la tierra, le debe su vida a la relación que forma con las raíces de ciertas especies de árboles. Desde el roble, el avellano y el encino; se forma una simbiosis que contribuye a una vida próspera de la trufa.
Las trufas son exigentes con el entorno donde se han de desarrollar, por lo que solo se encuentran en estado salvaje; extienden su crecimiento en las tierras de Europa, desde Italia a Francia, y principalmente en España, país que se jacta de ser el mayor productor de trufas a nivel mundial.
España tiene la singularidad de poseer vastos bosques de encinas, se eleva entre 500 y 1,400 metros sobre el nivel del mar y es cuna de estos hongos tan codiciados. A pesar de su naturaleza tan exigente, la necedad humana ha logrado que algunas especies de trufas puedan crecer lejos de su tierra, como en los bosques de Oregón y Carolina del Norte. Lugares que gracias a su clima y suelo han demostrado ser un terreno fértil para la trufería.
Chile, con su clima mediterráneo y suelos volcánicos, ha visto florecer la plantación de trufas, mientras que los suelos calcáreos y el clima templado de Australia han transformado a esta nación en una región trufera.
Aunque se han hecho esfuerzos por cultivar este manjar de manera artificial, la mayoría de las trufas que adornan los mercados aún provienen de lo salvaje. Esto significa que cada trufa es un tesoro descubierto y recolectado a mano en el bosque, una labor que demanda esfuerzo y paciencia.
La búsqueda de trufas es un arte ancestral, una relación entre el hombre y la naturaleza en la que los cerdos, especialmente las hembras, eran protagonistas. Su instinto les permite olfatear bajo la tierra, detectando las feromonas secretadas por estos hongos. Los cerdos y los jabalíes tienen una habilidad que les permite buscar alimento bajo la tierra, aunque buenos en su trabajo, cedían a sus instintos, lo que los hacía devorar el preciado ingrediente.
En tiempos más recientes, los perros adiestrados han tomado el lugar de los cerdos, convirtiéndose en los nuevos protagonistas. Son colaboradores más dóciles y menos propensos a la tentación del sabor de las trufas.
Las trufas, esos diamantes del suelo, entran en el podio del lujo culinario. Su sabor es una combinación de tierra y madera, con algunas notas de ajo y nuez, y su aroma, inconfundible a tierra humedecida por la lluvia, esto las convierte en un ingrediente preciado por los paladares más exigentes de la alta cocina.
Las trufas son exigentes, por lo que también van a pedir que su manejo sea delicado, esparciendo finas láminas o ralladuras sobre los platillos. Un toque sutil es suficiente para despertar los sabores, y su incorporación al final de la cocción es clave para preservar su aroma y esencia distintiva.
La vida útil de una trufa no supera la semana, lo que es un reflejo de su valor; aunque existen métodos para prolongar su frescura, nada se compara con la experiencia de saborear una trufa recién desenterrada. En el caso de optar por su almacenamiento, haz uso del refrigerador, envuelta en papel que absorba su humedad en un recipiente hermético.
El coste de la trufa es el resultado de complejos pasos impuestos por la naturaleza: su rareza, el difícil cultivo, lo complicado de su recolección y su codiciada presencia en los mejores restaurantes. Así que, cuando degustes un plato adornado con este tesoro de la tierra, recuerda la odisea que cada trufa ha embarcado para hacer de tu experiencia culinaria una digna de recordar.
por Johan Martínez