La actuación de México en el tratamiento de la crisis política de Venezuela ha revelado que la administración del presidente López Obrador tiene muy clara la identidad que quiere imprimirle al país como actor en el sistema internacional, pero también ha dejado ver sus límites de influencia y voluntad política, determinados en gran medida por la coyuntura en la relación con Estados Unidos.
La tensión internacional derivada de la declaración de Juan Guaidó como presidente interino, representó la primera prueba diplomática importante para López Obrador más allá de los retos naturales por la vecindad con Estados Unidos y Centroamérica. Cualquiera que fuera la posición mexicana, se enviaría un mensaje al mundo sobre el tipo de actor internacional que el país seria por los próximos seis años.
A diferencia de la de otros países influyentes del continente americano, la posición de México al respecto tomó tiempo en fijarse. Esto debido, en parte, a los tensos ánimos que el tema despertó al interior del país; el debate público cayó en la dicotomía simplista de que pronunciarse –en los términos que fuera- significaba violar el principio de no intervención, y que no pronunciarse significaba estar alineado con Nicolás Maduro.
La Cancillería mexicana dio a conocer su posición sobre la crisis presidencial venezolana siete días después de la declaración de Guaidó como presidente interino. Lo hizo mediante un comunicado conjunto con Uruguay, en el que ambos países se declaraban neutrales e invitaban a una conferencia internacional a realizarse en Montevideo el 7 de febrero.
A pesar de este retraso, México comunicó con claridad cuáles eran sus directrices para la resolución de la crisis: neutralidad, diálogo intra-venezolano y, por supuesto, rechazo al uso de la fuerza. Junto con Uruguay, propuso a la comunidad internacional la plataforma de negociación conocida como el Mecanismo de Montevideo, el cual fue presentado el 6 de febrero en la capital uruguaya.
El mecanismo consistía en un proceso de acercamiento en cuatro fases: diálogo inmediato, negociación, compromisos e implementación. Su lógica era que las partes –Maduro y Guaidó- establecerían un diálogo incremental que derivaría en la definición y adopción de compromisos que serían implementados con el acompañamiento internacional.
Era una propuesta razonable y prometedora, pero carecía de una ruta crítica clara. Era particularmente ambigua en lo concerniente a la temporalidad y resultados esperados de cada una de las fases. Además, su viabilidad política fue limitada desde el principio. Los ánimos internacionales estaban dirigidos a buscar la rápida caída de Maduro, por lo que no resultó popular la idea de un diálogo que implicara su permanencia en el poder.
El Mecanismo de Montevideo se desdibujó rápidamente. La mayoría de los países de América Latina –aglutinados en el Grupo de Lima- rechazaba la legitimidad de Nicolás Maduro como presidente y reconocía a Guaidó. Por su parte, la Unión Europea -bajo el audaz liderazgo de Federica Mogherini- conformó el llamado Grupo Internacional de Contacto, el cual reunió a actores relevantes que coincidían en la necesidad de convocar a nuevas elecciones presidenciales. Incluso Uruguay se sumó a este último, debilitando significativamente la propuesta anteriormente presentada con México.
De pronto México se encontró con que solo países como Rusia, China y Cuba tenían posiciones cercanas a la suya. La administración del presidente López Obrador entendió que continuar con su activismo generaría la percepción de alineación con los ‘renegados’ del sistema internacional –desde la perspectiva occidental-, lo que implicaba correr el riesgo de incrementar las tensiones con Estados Unidos.
Estas circunstancias le dejaron ver a México que su influencia política no era suficiente para alterar el rumbo que había tomado la diplomacia internacional. Fue un golpe de realidad que se tradujo en la pérdida de interés en fungir como un actor central en la resolución de la crisis política venezolana.
No era secreto que Washington se había propuesto derrocar a Maduro por medio de distintos métodos, desde la presión diplomática y las sanciones económicas, hasta insinuaciones sobre el uso de la fuerza. México, atrapado en la marea de la ratificación del T-MEC y las tensiones ocasionadas por la migración, decidió no añadir el tema Venezuela a la compleja relación con su vecino.
La decisión fue un cálculo pragmático para proteger intereses más importantes. La posición mexicana estaba generando recelo no solo con el ejecutivo estadounidense, sino entre legisladores con gran influencia en la formulación de las políticas hacia América Latina, como el senador Marco Rubio, un férreo crítico de los regímenes de izquierda en la región. México no podía darse el lujo de perder interlocución con la Casa Blanca y el Congreso a causa de un asunto que no era prioritario.
Además, el trato inequitativo de México a las partes en disputa le imposibilitó fungir como el facilitador del acercamiento. López Obrador no podía reconocer a Guaidó como interlocutor sin despertar el malestar de sus simpatizantes a nivel nacional, esto hubiera debilitado la cohesión de su grupo político y le hubiera restado fuerza en el manejo de otros temas de política exterior.
Así, con el caso Venezuela la administración del presidente López Obrador pudo mostrar al mundo el perfil ideológico de su política exterior, además de conocer de primera mano las dificultades de lidiar con un tema altamente divisivo. Adoptar un perfil más bajo en la resolución de la crisis política resulta entonces un acierto.
México hace bien en apoyar las pláticas de paz iniciadas por el Centro Noruego de Resolución de Conflictos (NOREF), las cuales avanzan lenta y discretamente en Barbados. Ahora debe enfocar su activismo en generar respaldo internacional hacia este esfuerzo, así como seguir enfatizando los riesgos de cualquier medida militar.
Por último, el caso Venezuela dejo ver la audacia del secretario Marcelo Ebrard, quien pese a lo complicado del tema decidió impulsar una propuesta independiente para solucionar el conflicto. Aunque al final el Mecanismo de Montevideo no tuvo el impacto esperado, demostró que el canciller tiene la visión de México como actor internacional influyente con iniciativas razonables. Esperemos que siga avanzando en esa dirección.